El viaje se hacía largo, el coche cama era más coche que
cama y mi espalda empezaba a reclamarme. Paramos en General Acha, donde siempre
paran los micros que van para el Sur, baje, caminé, estiré un poco las piernas,
en eso viene una 4 X 4 a una velocidad desmedida, para, se bajan 3 o 4
personas, ya no me acuerdo, tampoco importa. Quien conducía me mira como
conociéndome, yo entre somnoliento y contracturado lo miro pero sin ver, me
saluda, ahí presto más atención y lo reconozco.
Nunca fui un buen negociante, siempre compré caro y vendí
barato, no sé si es un gen familiar o un maleficio ancestral, pero es una
realidad. Con esos antecedentes ponerme al frente de un emprendimiento
comercial no creo que haya sido la mejor de las ideas, pero era en otro tiempo
y en otro lugar. Y de ahí conocía al apresurado conductor, viví un par de años
en Trenque Lauquen, capaz que algún día termine “Hombre De Campo”, la novela
que empecé a escribir viviendo allí, cuando tenía más tiempo, por delante.
Se llamaba Esteban, el apellido, además de no ser relevante
para el relato, tampoco lo recuerdo. Era el propietario del principal comercio
de maquinarias agrícolas de la zona, un predio enorme en el que trabajaban no
menos de 50 personas. Un día entra a mi local, y me compra 3 computadoras, así,
como quien compra un detergente, saca del bolsillo un fajo de billetes y me
deja la seña, una vez que las termine de configurar se las llevo a su comercio.
Su secretaria me hace pasar, linda, joven, era muy evidente que sus funciones
no terminaban con la jornada laboral, un trofeo, eso parecía, pero como todo
trofeo, hueco por dentro.
Mientras estoy instalando los equipos, en esa época la
división de tareas en la empresa era muy clara, me dedicaba a la venta,
instalación, posventa, higiene, finanzas y tenía a mi cargo la gerencia de Insomnes,
Esteban me llama, acabo de recordar el apellido, pero bueno, no tiene
importancia.
Recostado sobre su enorme sillón me dice “quiero que te
hagas cargo de la parte informática de mi empresa” ahí se me ocurrió cobrarle
mensualmente un abono, estuvo de acuerdo y
empezamos.
Quedan 10 minutos grita el chofer, me apuro para terminar el
sándwich antes de subirme al micro, y me tocan el hombro, como andas me dice,
te acordas quien soy? Asentí, no tenía manera de comunicarme de otra forma que
no fuera gesticulando, el pan del sándwich ya había pasado su época de
esplendor cuando me toco en suerte ingerirlo, una vez recuperado conteste con
educación.
Con el correr del tiempo mi desinterés por permanecer en el
lugar y la caída en las ventas fueron empujándome a dejar la ciudad y volver a
Buenos Aires, mientras tanto, Esteban pagaba cuando quería, un 5, un 8 un 23 o
dos meses juntos. Llamaba a la secretaria y me decía “El Señor esta en Buenos
Aires” como si estuviéramos en la época de la conquista del desierto.
Un día, harto, tanto de la situación como del desarraigo,
entra Esteban y, como era su costumbre, saca el fajo de billetes separa un par
y me paga, casi sin dejar de hacer lo que estaba haciendo, nada relevante
seguramente, le digo, no trabajo mas con vos, me mira con una mezcla de bronca
y de incredulidad preguntándome él porque, si bien la decisión la había tomado
y había ensayado un parlamento en el cual le hablaría de la integridad y que a mí
no me importaba su dinero sucio, solo atine a decirle, con negreros no trabajo.
Se fue, y no lo vi más hasta esa noche.
Cuando me puse de pie para saludarlo, me sorprendió ver que
la que era su secretaria hoy es su
mujer, probablemente alguien ocupe su lugar en la empresa, solo cambian los
roles, siempre es igual, tan aberrante como simple.
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